Plaza Durbar de Katmandú: donde el tiempo se detiene
Caminamos por Thamel hacia el sur, distrayéndonos con los detalles de la peculiar normalidad nepalí. No andamos aleatoriamente, tenemos un destino en mente, nuestro primer capricho turístico en la capital: la Plaza Durbar de Katmandú.
Mientras gran parte de la ciudad se expande caóticamente y sus bloques de edificios crecen hacia el cielo como piezas de Tetris amontonadas por un mal jugador, la Plaza Durbar es uno de los pocos lugares en los que parece que el tiempo se detuvo. Según nos vamos acercando a ella, la actividad callejera se intensifica y cada vez es más difícil caminar en línea recta.
Algunos ¿hombres santos? buscan a los extranjeros como yo y alargan su dedo untado en polvos de color para marcarnos en la frente. Obviamente no es un gesto desinteresado, y a continuación voltean la palma de la mano para pedir una ofrenda. «¡No tengo nada!» le digo. No es verdad, pero su petición sería justa si su dedo no hubiera salido de la nada para impactar por sorpresa contra mi cara. Me mira con una decepción que no sé hasta qué punto es fingida.
Ya han empezado a aparecer los primeros edificios históricos y la mayoría se encuentran apuntalados para evitar su derrumbamiento. El daño auténtico se aprecia al llegar a la Plaza. No sé quién sufre más por esto, yo por la imposibilidad de ver este lugar en todo su esplendor, o Toni, que estuvo aquí antes del terremoto y está a merced de la terrible comparación.
Precio de entrada a la Plaza Durbar de Katmandú
A la Plaza Durbar se puede acceder por diferentes puntos y en la mayoría hay un control en el que se paga la entrada. Hay maneras de entrar sin pagar, como os cuento más adelante, pero si tenemos en cuenta que esta recaudación se destina a la rehabilitación de los monumentos dañados (y esperando que así sea) no debe dolernos pagar.
El primer vistazo a la Plaza Durbar desde el acceso por Layaku Marg es, sinceramente, desolador. El Maju Dega y el Trailokya Mohan Narayan, dos de los templos más majestuosos de la plaza, ya no están. Sólo quedan sus bases escalonadas, y si acaso algunos escombros no retirados aún. Frente a sus fantasmas, la fachada neo-clásica del palacio Gaddi Baithak recupera su figura tras haber quedado resquebrajada y torcida.
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A la derecha se puede visitar el patio del Kumari Ghar, un edificio centenario que hace las veces de hogar para la Kumari, una niña considerada diosa viviente. Aunque también apuntalado, el patio conserva la belleza de sus relieves de madera, y los afortunados verán a la Kumari asomarse a alguna de sus ventanas, pero cuidado, no se la puede fotografiar.
Caminando hacia la izquierda nos adentramos un poco más en la Plaza Durbar, allá donde se recupera la esperanza. Las estructuras aquí han aguantado y los nepalíes conservan sus costumbres relajadas sobre los escalones de los templos y entre sus columnas. Pareciera que se agarraran con cariño a lo poco de su historia que queda en pie.


El sol agudiza su ángulo y enfatiza con dramatismo la silueta de las pagodas. Desde que la tierra se movió todo parece más delicado. Algunos de estos templos, como el Taleju, llevan aquí desde el siglo XV. La significancia del lugar, de todas formas, se remonta mucho más atrás, al siglo III, cuando los antiguos reyes nepalíes decidieron que aquí se ubicaría su palacio real. Obviamente, las estructuras se sustituyeron y modificaron en numerosas ocasiones hasta nuestros días.


Una mañana de ofrendas en la Plaza Durbar
Varios días después me puse en marcha temprano y caminé hacia la Plaza Durbar cuando las calles de Katmandú aún estaban frías. Quizás a esta hora contemplara una faceta diferente, puede que con menos gente (¡JA!), puede que más auténtica… Para entonces, el callejero de esta parte de la ciudad ya me era familiar, y tomé un camino secundario para llegar a la Durbar.
Entrando por Gangalal Marg nadie me exigió ningún pago, ni me crucé con ningún guardia.


Lo de la solitud no había funcionado muy bien, ¡había cuatro veces más gente que el otro día! Pero esta vitalidad de la que rebosaba la Plaza era distinta. El humo espesaba el aire y arrastraba cánticos con él. Un grupo especialmente numeroso se concentraba frente a la escultura de la deidad Kaal Bhairav para adorarla.




Más adelante, frente a la puerta del templo Taleju, se improvisaban altares en el suelo y los fieles amontonaban dinero, comida y otros regalos para los dioses. La pila acabaría por simular un montón de basura que alguien barrería al final de la mañana. Aun así, un policía no dudaba en utilizar un palo para echar a un mendigo hambriento que intentaba beneficiarse de estas donaciones. Qué irónica es la religión.


A pocos centímetros de las velas y los rezos, la calle que cruzaba la plaza era una avenida comercial cuya circulación no se detenía un segundo. Y quienes pasaban por aquí, cargados de bolsas, sacos o arrastrando carros descomunales, caminaban impertérritos, inmunes a los cientos de años de arquitectura que les rodeaban. Suficientemente complicado es el presente para ellos, como para preocuparse por el pasado.




Que el tiempo en la Plaza Durbar no discurra la convirtió en trivial. Para bien o para mal, cuando la tierra tembló los que veían estos edificios cada día recordaron su importancia. Agrietada y herida, aguantando a duras penas sobre palos de apuntalamiento, ahora les recuerda a todos lo frágil y valiosa que es.
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