Filipinas

Terrazas de arroz de Batad, maravilla de la humanidad


Aún con los estómagos vacíos, pusimos rumbo hacia el centro de las terrazas de arroz de Batad. Al asomarnos a las empinadas escaleras descendentes nos dimos cuenta del sorprendente desnivel que nos separaba de él. Este camino de bajada era un vertiginoso laberinto de escalones y pasadizos a menudo muy verticales que, con un poco de atino, acababa adentrándose en los balcones verdes repletos de arroz.



Era difícil no pensar en lo que tendríamos que ascender luego, pero el asombro nos impulsaba. También era difícil imaginar cómo un pueblo campesino había sido capaz hace más de un milenio de construir este lugar, demostrando un conocimiento de la ingeniería apabullante. No es de extrañar que las terrazas de Batad, junto con otras plantaciones similares de la cordillera de Ifugao, sean reconocidas como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.



Cuando el sol golpeaba de lleno, éste era el verde más puro e intenso que yo había presenciado jamás. Las terrazas sólo se encuentran así de verdes inmediatamente antes de la recogida del arroz, así que tuvimos mucha suerte. Más pronto que tarde, las mujeres del poblado, con sus espaldas terriblemente arqueadas tras toda una vida de trabajo, comenzarían la recolecta y Batad volvería a reflejar con nitidez las nubes por medio de sus pantanales marrones.



Aunque Batad, como el resto del planeta, se moderniza y cambia de forma, aún son distinguibles algunas de las cabañas de madera y cubierta piramidal tradicionales que un día fueron la única forma de arquitectura en Ifugao. Estas casas, llamadas inappal cuando se elevan sobre pilares y abong cuando se posan sobre el suelo, se caracterizan, al menos las más antiguas, por no tener ni un sólo clavo.



Hoy en día se sustituyen por versiones de metal o incluso edificios occidentales a dos aguas. Es necesario que la gente de Batad alcance el máximo confort y bienestar, pero sería una pena que esta arquitectura nativa se perdiera. En alguna de las fotos antiguas que tenía Rita en Rita’s Mount View, se podía observar Batad antes de la llegada de las construcciones modernas, y era precioso.



El caso es que, entre innapales y mujeres bajitas, avanzando por encima de los estrechos muretes que delimitaban cada terraza, llegamos al centro del pueblo marcado por su iglesia de color turquesa. Curiosamente, no había nadie a la vista. Sólo algunos niños y gallinas aparecían y desaparecían entre las esquinas de la plaza. El sol comenzaba a caer tras la montaña, era un buen momento para comer.



Tras nuestro almuerzo en un restaurante local y antes de volver, nos detuvimos en la casa de una simpática señora que tejía prendas igorot. Yo tanteaba la opción de llevarme un recuerdo así de Filipinas mientras Neda volvía a las raíces de su tierra probándose una de las piezas.



Las piernas sufrieron para salvar la ladera que nos separaba de nuestro alojamiento, arriba en la cresta de la montaña. A nuestra llegada una ducha fue imprescindible para eliminar el sudor y, una vez frescos y relucientes, contemplamos durante horas este espectacular paisaje mientras el día se iba oscureciendo y las vistas eran engullidas lentamente por la noche.



Era entonces cuando un sinfín de insectos, atraídos por la luz artificial de la casa, se proclamaban dueños del lugar y nos relegaban al interior de nuestra mosquitera. Junto a la ventana de la habitación, un árbol era el hogar de cientos de luciérnagas que centelleaban en el aire. Sólo la luz anaranjada de la luna llena en el horizonte les robó el protagonismo, y entonces sí, cuando ésta se ocultó tras la cordillera, llegó el momento de irse a dormir.

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