El susto que me confirmó que hay buenas personas en el mundo
Lo paso un poco mal reviviendo y escribiendo este recuerdo, porque me llevé un gran disgusto. Pero tras el mal rato aprendí que es posible encontrar a personas ejemplares en lugares remotos. Ese tipo de personas que aquí, en nuestras ciudades, pueden ser casi inexistentes.
Os sitúo: Cemoro Lawang, pueblo en el Parque Nacional Gunung Bromo. Habíamos desayunado en un warung familiar a eso de las 6-7 de la mañana tras haber presenciado el amanecer sobre los volcanes desde un mirador. Después de recobrar fuerzas decidimos adentrarnos en la gran caldera Tengger e ir al volcán Bromo para ver su humeante cráter. Nos llevó un par de horas y a la vuelta, de nuevo en Cemoro, quisimos tomar algo para refrescarnos y rehidratarnos.
Mi cara cambió de color cuando, al ir a pagar, descubrí que la bolsa de plástico estanca en la que guardaba mi dinero en efectivo no estaba. «No puede ser» -pensaba. «No me puede pasar esto». Tenía un enorme cuidado con esta bolsa. No se me había podido caer, no me la habían podido robar… así que mi pregunta obvia fue: «¿Cuándo la has sacado por última vez?». Y esa última vez había sido a la hora de pagar el desayuno en el warung.
Dejé a Brenda y Unai donde estábamos y corrí a través de Cemoro Lawang desafiando a la altitud y pidiéndole al Universo que mi dinero siguiera ahí. No hace falta que penséis «Menudo torpe…» «Vaya zopenco, para algo que tiene que cuidar…», no hace falta porque ya me maldije yo una y mil veces. Solamente me faltó coger una piedra y darme con ella en la cabeza.
En el warung, en la mesa sobre la que recordaba haber apoyado la bolsa para pagar a la familia, no había nada. Y la madre (la que nos había atendido) tampoco estaba allí. Allí solamente estaba una pobre chavalita que no tenía ni pajolera idea de inglés (nadie de la familia sabía mucho…) y que me miraba confusa cuando le intentaba explicar con gestos y con palabras básicas lo que me había pasado: «My money» «Money» «Plastic bag…» «Here» «¡Plastic bag with money!». Las descripciones eran tan obvias y ella seguía tan perpleja que me imaginé a mí mismo zarandeando a la pobre muchacha (soy una persona horrible). Ella hizo lo que era más razonable, llamar a su madre por teléfono. Al parecer había ido al centro del pueblo.
Para demostrar que soy un maldito occidental, demostré lo desconfiados y malpensados que podemos ser en el primer mundo. Me puse a buscar por toda la casa (que era también guesthouse). Abrí puertas, abrí cajones, busqué entre cestas de comida, entre aparejos de cocina… Me doy vergüenza a mí mismo, pero pensaba que habían aprovechado la oportunidad para quedarse mi dinero y echarle la culpa a otras circunstancias.
La pobre cría logró hacerme entender que su madre estaba de camino. Así que Brenda, Unai (que ahora estaban allí conmigo) y yo nos limitamos a esperar. Yo seguí maldiciendo, llevándome las manos a la cara, y reconociendo que mi despiste podía haberme hecho perder muchos cientos de euros.
Al poco tiempo llegó la madre en moto, con su hija pequeña y otra mujer. Hablaba algo exaltada, como dando explicaciones, señalando con el brazo hacia el pueblo. Entonces se tocó el pecho y escuché el sonido de un plástico. «Por favor» -pensé. Introdujo su mano en su ropa y sacó la bolsa con mi dinero. Cerrada. Intacta. Ni siquiera habían abierto el sobre donde llevaba mi dinero en euros. Y pudieron ver perfectamente que había mucho dinero en ella porque fuera del sobre, solamente protegido por el plástico transparente, llevaba los cientos de miles de rupias indonesias.
Jamás sabré qué es lo que me decía cuando bajó de su moto, pero yo quiero creer, y creo, que encontró mi bolsa, sabía que estaba alojado en Cemoro, y fue a buscarme a los hostales. Eso es lo que yo entendí gracias al lenguaje universal de los gestos, y es lo que quiero creer que pasó. En su mirada sólo había buena voluntad. Le di 100.000 rupias como agradecimiento, y ahora incluso me parece poco. Le pedí permiso para darle un abrazo, pero ella no quiso.
Así que podéis imaginaros lo feliz que iba yo en el minibús hacia Probolinggo. Recién duchado, con ropa limpita, y habiendo recuperado mi dinero. El destino me sonríe.
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