Ciudad Vieja de Jerusalén: el Sepulcro y el Muro
El bufé libre del desayuno de Stay Inn nos permitió abastecer nuestras mochilas para toda la mañana. Lo íbamos a necesitar, porque aquel día nos adentraríamos en la Ciudad Vieja de Jerusalén y quién sabe cuánto tiempo nos atraparía lo que encontraríamos allí dentro.
Atravesamos la muralla por la Puerta Nueva (New Gate), la que teníamos más cercana, en el noroeste de la ciudad. Ya teníamos entendido que la Ciudad Vieja de Jerusalén se dividía en cuatro cuadrantes correspondiendo a los barrios de las religiones predominantes: el Barrio Cristiano, el Barrio Musulmán, el Barrio Judío y el Barrio Armenio. Pero la verdad es que ignorábamos por completo lo que había en ellos.


Nos encontramos con estrechas calles de piedra que se desperdigaban de manera irregular, formando -a nuestros ojos- un laberinto que continuaba de forma descendente hacia el este. Estas calles estaban a menudo cubiertas por arcos y túneles que daban la sensación de caminar bajo tierra, y sus lados estaban revestidos de puestos y negocios donde, en la mayoría de los casos, se vendían souvenirs.
Decidimos seguir, casi a tientas, este sendero entre edificios antiguos para ver a dónde nos llevaba la suerte. ¿Cuántas décadas o siglos o milenios tendría cada fachada de piedra? Mi impresión era la de caminar por una ciudad medieval invadida por camisetas de «I love Jerusalem», pero Jerusalén había vivido tanto que me era imposible categorizarla en el tiempo.
Conocemos la Iglesia del Santo Sepulcro
Creo que nos ayudaron un par de carteles situados en encrucijadas clave, pero lo cierto es que cuando llegamos a esta iglesia románica, frente a cuyo pórtico se apelotonaba una multitud de visitantes, no estábamos seguros de lo que era. La pasión y la solemnidad que transmitían los allí congregados sólo podía significar una cosa. «Puede que esto sea… Sí, puede que sea aquí».
Así, sin tener mucha idea de la importancia histórica y religiosa que tenía el lugar, alcanzamos la Iglesia del Santo Sepulcro. Tras su entrada yacía una piedra rectangular y agrietada pero pulida en su cara superior sobre la que la gente se inclinaba, apoyaba las manos y la cabeza, y rezaba. Era la Piedra de la Unción, la piedra sobre la que Jesús fue tumbado y ungido tras morir en la cruz y antes de ser sepultado.


La basílica, construida por el Emperador Constantino para amparar los lugares de los últimos momentos de Cristo, se divide en diversas estancias, cúpulas y capillas, como es el caso de la Capilla del Calvario o monte Gólgota. A la derecha de la Piedra, subiendo por unos empinados escalones normalmente colapsados por los visitantes, se accede a este íntimo lugar sagrado donde se cree que se colocó la cruz y Jesucristo murió.
En la base de un retablo cargado de detalles dorados, los fieles se arrodillaban frente al altar y alargaban su mano bajo él para tocar la roca que soportó la cruz.
A la izquierda de la Piedra, la penumbra, sólo interrumpida por unas pocas velas, conducía a la cúpula bajo la que se aisló el Santo Sepulcro, la tumba donde la religión cristiana cree que se enterró a Jesús. Aquí una larga cola de visitantes esperaba para entrar por un estrecho pasadizo hacia el hueco en la tierra donde, supuestamente, yació Jesucristo antes de resucitar.


Nos habíamos sentido como dos extraterrestres que observan un mundo lejano por primera vez, pero esta sensación nos perseguía ya desde nuestra llegada a Jerusalén, así que comenzábamos a acostumbrarnos a flotar en esta neblina mística de dioses y supersticiones.


Visita al Muro de las Lamentaciones
Abandonamos el Barrio Cristiano para entrar en el Musulmán siguiendo la Via Dolorosa, por la que Cristo había arrastrado la cruz en dirección contraria. Nos topamos entonces con unos controles de seguridad que daban paso a la explanada del Muro Occidental.
Y al fin, tras los detectores de metales, contemplamos en toda su plenitud el célebre Muro de las Lamentaciones, el único vestigio físico que la religión judía conserva de su fe, y el último resto de la base del antiguo Templo de Salomón, del que hablaremos un poco más en un próximo artículo.
Acercarse al Muro está totalmente permitido, pero se han de respetar las zonas separadas por sexos, y hay que taparse la parte superior de la cabeza en señal de respeto a Dios utilizando kipás que se ceden de forma gratuita. Uno debe compartir el espacio con los fieles más devotos, que pegan su frente al muro, se balancean, y recitan para sí mismos pasajes sagrados y plegarias.



Estas piedras milenarias con grietas repletas de súplicas escritas son aquí el oyente impávido de los lamentos judíos, pero un poco más allá se sumergen de nuevo en la tierra o se ocultan tras las paredes del Barrio Musulmán, donde permanecen en la oscuridad.



Si se quiere disfrutar de una vista algo más panorámica, se puede ir en busca de algún que otro balcón público en la cara opuesta al Muro.
Esta explanada era hace unas décadas un batiburrillo de casas y calles estrechas, como el resto de la ciudad, que formaban el desaparecido Barrio Marroquí. Tras la constitución del Estado de Israel, éste decidió derribar el Barrio para crear un espacio amplio frente a su preciada pared sagrada. Fue uno de esos gestos polémicos e incendiarios entre los que ha caminado Jerusalén toda su historia.
Viendo esta ciudad hoy en día, uno no puede sino admirar el equilibrio sutil y delicado del que hace gala tan inexplicablemente. ¿O no todo es color de rosa? Para entender bien por lo que ha pasado la Ciudad Vieja de Jerusalén debemos volver al principio…
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