Boat Trip: Moyo y Satonda de camino a Komodo
Habíamos pasado la primera noche del boat trip a Komodo navegando y la verdad es que dormí como un bebé, del tirón. Fui uno de los primeros en despertarse. Aún estaba oscuro, pero a través de las pequeñas ventanas me pareció distinguir unos colores rojizos. Resultó ser uno de los amaneceres más increíbles que he presenciado, así que me froté los ojos, saqué la cámara e inmortalicé el momento (foto de arriba). Creo que el sonido del obturador de mi cámara despertó a alguien más.
Cuando el sol ya había salido, y mientras desayunábamos pancakes con plátano y chocolate, el barco se fue aproximando a nuestra primera parada: Moyo Island.
Echaron el ancla y nosotros ¡al agua! Hay una distancia generosa hasta la orilla y algo de corriente, pero no se hace difícil. Creo que lo peor fue lidiar con el hecho de saltar al mar nada más desayunar y poco después de despertarnos. Aun así, el agua está buenísima y el baño sienta muy bien.
Una vez nos reunimos en la playa, nos adentramos en la foresta siguiendo un pequeño sendero y cruzando algún riachuelo hasta llegar a unas curiosas cascadas. Desafortunadamente en esta época no traían mucha agua. Tras llegar aquí los más hábiles pueden ascender por una empinada pared hasta una bonita laguna donde es posible hacer saltos y bañarse. Digo lo de hábiles, porque hay que trepar a través de tierra mojada, raíces de árboles y rocas, y todo está húmedo y algo resbaladizo. ¡Cuidado!
En nuestro caso, arriba había ya tanta gente (viajeros de otros barcos), que muchos estuvimos un minuto y decidimos volvernos a la playa para hacer snorkel.
Mi GoPro decidió que no quería grabar estas cascadas, así que os dejo una foto de Internet.
Ya en el agua tuvimos tiempo para explorar el fondo marino y ver un adelanto de lo que nos regalaría el snorkeling en aquellos mares de camino a Komodo.
De vuelta en el barco dejamos que el sol nos secara y el viaje continuó hacia el Este. La convivencia ya iba dando lugar a que nos conociéramos entre nosotros, y la verdad es que hicimos muy buenas migas. El inglés era el nexo de unión entre nosotros, franceses, suecos, británicos… ¡e incluso un birmano! Al final la confianza se fue implementando y acabamos siendo como una gran cuadrilla de amigos que vivía sus aventuras en el mar. Más tarde les pondré nombre.
No tardamos mucho en llegar a la siguiente parada: Satonda Island. En esta isla volveríamos a disfrutar del snorkel, y además podríamos andar hasta un enorme lago interno de agua salada. Como en Moyo, lo que más nos gustó de aquí fue el fondo marino. Era impresionante. Formaciones coralinas increíbles. Vi estrellas, peces payaso, peces de mil colores, una sepia… Y puede que los demás vieran más cosas, porque soy bastante malo avistando fauna. De hecho, la sepia no la encontré yo, y cuando me indicaban dónde estaba yo sólo veía arena y corales. ¡Espléndido camuflaje! Mirad:
Hacia la tarde el mar comenzó a agitarse un poquito… Aparentemente seguía siendo un mar tranquilo, pero la ola más inofensiva hacía que el barco se balanceara de manera muy notable. Para la mayoría esto no suponía ningún problema, de hecho yo me lo estaba pasando pipa en la proa, pero para otros más sensibles al movimiento esto significó comenzar a pasarlo un poco mal.
La cosa se puso peor cuando se hizo de noche. Cenamos a la luz del crepúsculo, excepto nuestro amigo Alberto, que ya se encontraba bastante mal e hizo bien en ayunar. Unai cometió el error de meterse dos platazos entre pecho y espalda. Estos días había mantenido el mareo a raya subiéndose a la cubierta superior y tumbándose en la cama, pero esta noche eso no le sirvió de nada, y su estómago quiso liberar lastre. Ana, yo, y algún otro viajero estábamos en la cubierta disfrutando de la noche (con una preciosa luna que iluminaba el paisaje nocturno) cuando Unai bajó a todo correr a asomarse por la borda para «desahogarse». Afortunadamente tras esto pudo dormir a gusto.
El mar se puso bravo y algunos buscaban la luz de barcos cercanos para cerciorarse de que no estábamos solos en el caso de que pasara lo peor (jejeje). Las otras dos noches jugamos todos a las cartas antes de irnos a la cama, pero ese día creo que no hubo juegos. Aquella noche el barco se movió mucho, MUCHO. De hecho, aunque yo estaba durmiendo genial, me desperté con uno de los tantos balanceos que -con perdón- te ponían los huevos por corbata. Todo quedó en anécdota, por supuesto.
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