Historias humanas de una isla llamada Malapascua
Malapascua, me encanta recorrer la isla, aunque sea por caminos que ya conozca. Poco después de que el sol comience a sofocar el aire he podido desayunar y comprar algunas frutas en el pequeño mercadillo que se monta todas las mañanas junto al hostal. Ya tengo fuerzas para echar a andar y hacer frente al calor de la jornada. ¿Qué tal si esta vez avanzo hacia el norte por la costa?
La despejada orilla bañada por aguas turquesas se ve pronto invadida por cientos de bangkas, redes de pesca y otros aparatos marineros que crean un pintoresco caos. Me abro paso como puedo y camino junto a pescadores que se refugian de los rayos bajo las cubiertas de sus barcos varados. Ha sido como entrar en otra isla, la Malapascua que no tiene la suerte de vivir del turismo. Es un paisaje que define a la perfección el medio de subsistencia original en esta isla. El mar. La pesca.
Pero de eso ya se ocuparán los adultos. Si no hay que ir a la escuela, cualquier superficie elevada sobre el agua es objeto de juego para los niños, y si hay que dejar fondeado el barco para que ellos disfruten, pues se deja.
Cuanto más alto mejor. No parecen tenerle miedo a las alturas y algunas zonas de la isla son perfectas para el cliff-jumping, que tan de moda está hoy en día. Yo me encaramo junto a ellos en el pequeño acantilado pero me quedo en tierra, mi intención es sacar fotos. Me reciben con alegría y sonrisas, y están encantados de mostrar sus acrobacias a la cámara.
Supongo que cuando se cansan de saltar, si es que eso llega a ocurrir, tienen la pelota de baloncesto guardada en alguna parte. Aunque tiene que ser difícil encontrar una cancha libre en la isla, cuando todas están monopolizadas por los mayores. Y es que me imagino la misma jerarquía que en nuestros barrios cuando éramos pequeños; quien es más veterano manda, y quien tiene una pelota manda más.
Me adentro entre las casas, doblando esquinas interminablemente y dejándome llevar por la maraña de callejuelas. Mi sentido de la orientación no es tan sólido… Pero algo me encontraré. Y efectivamente, allí estaban.


Yo no soy el primer turista que ven en sus vidas, ni de lejos, pero me miran con cierta sorpresa, reconociendo que por allí no pasan muchos extranjeros. Su amabilidad supera pronto a la timidez y, acercando el balón hacia mí con los brazos extendidos, me invitan a jugar. Se lo agradezco pero explico que no soy tan fuerte como ellos, y si hago un esfuerzo con aquel calor acabaré desmayándome. Se ríen. Me siento junto a algunos de sus compañeros y observo el partido.
Son estos niños los únicos que se atreven a exponerse a este sol justiciero, y a veces, ante la ausencia de adultos, pareciera que la isla esté gobernada por ellos.


Solamente quien tenga que hacerlo por obligación se enfrentará a este calor. Como esta señora que, día tras día, saca agua dulce de un pozo en medio de la isla (jamás habría dicho que Malapascua tenía pozos de agua dulce), o esta otra chica guiando a un grupo de pequeñajos que la siguen como si fuera una familia de patos.


«Cuánta pobreza», decía alguien que conocí durante mis días aquí. Algún otro le contestó: «¿Pobreza? ¿Les ves más tristes, más infelices? No tienen todo lo que tenemos nosotros, pero no lo necesitan». Me hizo pensar. Supongo que no tienen las mismas posibilidades que nosotros en esta vida, pero si medimos la riqueza por la capacidad de ser felices, quizás no se les pueda llamar pobres. De hecho, quizás sean más ricos que muchos en nuestros países. ¿No?
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