Guatemala

San Mateo Ixtatán: Forasteros en tierra extraña

El tiempo mejoró una vez pasados los Cuchumatanes y en San Mateo Ixtatán estaba totalmente despejado (algo bastante inusual al parecer). Ya de primeras vimos que el pueblo era muy… pintoresco. Haciendo honor a la costumbre tradicional, nos saludó su cementerio de colorines. Un precioso cementerio esparcido por la empinada ladera en el que cada tumba estaba pintada de un color chillón. Entrando ya al centro, algún que otro borracho golpeó nuestra furgoneta con la cabeza. Esta iba a ser buena…



Vamos a hablar claro: San Mateo está en el culo del mundo. En la ladera de una montaña cerca de la frontera con México. Aquí no hay turistas. Ni uno. Nuestro hostal era el mejor de los dos hostales de todo el municipio, y no, no era muy acogedor… Nuestro chófer salió pitando de allí y nosotros tuvimos que averiguar la forma de entrar en el hostal (que no tenía recepción). Lo conseguimos (no sé cómo). Dejamos las cosas, curioseamos un poco las cutre-habitaciones (a ver… tampoco estaba tan mal, camas de matrimonio para cada uno, todo bastante limpito…), y decidimos ir a conocer un poco el pueblo. No sé deciros si fue una buena idea o no. ¿Por qué no vamos a hacerlo?



El pueblo era curioso. Casas de colores, calles empinadas, mujeres con huilpiles, señores con sombrero vaquero… En la plaza había un partido de baloncesto y todos los hombres del municipio estaban allí. ¡Ahí que fuimos los vascos oiga! No es una bonita sensación que todo un pueblo se gire para mirarte y te siga mirando hasta que los pierdes de vista. No es agradable. Es muy incómodo. Hasta el último ciudadano de San Mateo Ixtatán se paraba, se giraba y nos miraba.



El partido de baloncesto dejó de ser el centro de atención y nos sentimos presionados para movernos de allí. Amigables o no, esas miradas crearon en nosotros un estado de tensión muy desagradable. ¿No éramos bienvenidos? ¿Molestábamos? ¿Corríamos peligro? Esa inseguridad creció por la existencia de tantos borrachos, y de algún que otro pesado que molestó a Maite. Los llamamos «The Walking Dead», porque como en la serie, parecía que las calles estuvieran infestadas de zombis. Al margen de esa inseguridad subjetiva, nos echamos unas buenas risas a cuenta de ellos.



Cuando Itzi dejó claro que encontrar un bar en el que poder entrar a tomar una cerveza era imposible (aquellos antros eran más oscuros que un agujero negro) y ya no supimos qué más hacer, decidimos volver al hostal a encontrar un canal en el que emitieran la gala de los Oscar (lo encontramos). Subimos a la azotea (era más bien un piso sin terminar) y disfrutamos un ratillo con las curiosas vistas del lugar. Todos los tejados del pueblo extendiéndose hacia abajo, hacia el valle. Las laderas de las montañas salpicadas con pequeños hogares. Las nubes bajas abriéndose camino en la distancia… ¡Y los Walking Dead luchando por dar dos pasos seguidos en la calle de abajo!



Fue una tarde algo extraña… Cargábamos mucha presión por no conocer qué íbamos a encontrarnos ahí fuera, pero algún que otro juego de cartas hizo que nos relajáramos un poco. De todas formas San Mateo demostraría, en los siguientes días, que allí no teníamos nada por lo que preocuparnos. O casi.

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David

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