IndonesiaReflexiones

Vidas del mundo: El niño del puerto

La historia que voy a contar a continuación es una historia triste, pero mi intención no es deprimiros. Lo que quiero es plasmar la relevancia que pueden tener en nosotros las personas que nos cruzamos en nuestros viajes. A veces, pareciera que frivolizamos con la realidad del mundo… Hablamos de paisajes, actividades y placer… pero nos cruzamos con -literalmente- miles de vidas que a veces pasamos por alto en nuestros relatos. Hagamos, por medio de esta sección, un pequeño homenaje a esa humanidad encontrada.


Era ya de noche en este sucio puerto occidental de Flores. La tripulación del barco en el que dormiríamos esa noche nos animó a sentarnos con ellos en el muelle para charlar y beber algo de Arak. Alternaban los chupitos con tabaco, e inhalaban el humo con gusto y preocupante destreza. El hecho de que un amplio porcentaje de la juventud de aquel país estuviera enganchada a los cigarrillos era algo a lo que ya nos habíamos acostumbrado, pero el desconocimiento (o indiferencia) frente a sus efectos nocivos propiciaba que gente especialmente joven, como el niño del puerto, fuera adicta a ellos.


No tenía más de 10 años. Daba vueltas a nuestro alrededor, sumergido en sus pensamientos, como cualquier niño que ve a través de su imaginación y utiliza el aburrido mundo para crear el suyo propio. Se entretenía con cualquier basura que encontrara y solamente de vez en cuando una fugaz mirada suya se posaba en nosotros, puede que soñando con que se unía a la conversación. Parecía un crío más, uno que antes de irse a la cama quizás bajaba al puerto a divertirse con sus amigos marineros. Sus ropas sucias y raídas, por desgracia, no resultaban algo distinto a lo visto en otros lugares. Pero sí había en él algo diferente, como un enorme peso invisible sobre la ausente vitalidad de sus ojos. Como si tras esa inherente hiperactividad de un niño faltara lo más importante: su entera infancia.


Conocía a nuestra tripulación, y nuestra tripulación le conocía muy bien a él. Había gestos y palabras de complicidad entre ellos, incluso compartían… el tabaco. No podíamos creerlo cuando le tendieron un cigarrillo y se lanzó a por él como un náufrago a por el agua dulce. Era adicto y fumaba siempre que tuviera la oportunidad, pero lo más chocante para nosotros fue que las gentes de allí no parecían poner pegas a esta situación y la trataban con normalidad, incluso proporcionándole los cigarrillos. Obviamente, pedimos explicaciones ante lo que estaba pasando, y lo que nos contaron nos dejó absolutamente desolados.


El niño del puerto no pasaba por allí, vivía allí. Dormía como podía en los barcos fondeados junto a los muelles de hormigón, esperando que un capitán misericordioso permitiera su presencia. Quién sabe cuánto tiempo llevaba pasando por eso, pero había sido suficiente como para que no quedara nada del niño que pudo ser. Tras la muerte de su madre, su padre se casó con otra mujer y renegó de todo lo que perteneciera a su antigua familia, incluido su hijo. Le abandonó, y el niño encontró el techo que necesitaba para sobrevivir en las naves que iban y venían, la compañía en los tripulantes que aparecían de forma intermitente.


De pronto sus ropas rotas y sucias, sus pies descalzos, su mirada perdida… tomaron una nueva y horrible dimensión. Allí estaba, un niño con la infancia rota, suplicando por tabaco y alcohol, y según nos dijeron, también adicto al cristal. Durante nuestra estancia en el muelle no permitimos que le dieran nada, nuestros ojos occidentales no podían soportarlo, y ya nos resultó duro imaginar la tragedia de aquel pobre chaval mientras le mirábamos a los ojos. Viajando te topas con muchas vidas, y ésta, para bien o para mal, fue una de ellas.


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